Soy algo más inteligente que la media. No mucho, sólo lo suficiente como para poder sacar sobresalientes de forma consistente hasta el instituto sin tener que esforzarme demasiado. Y no lo digo de forma pedante o con aires de superioridad, sino simplemente como una característica más que me ha marcado a lo largo de la vida, y que no considero que me haga mejor. Al contrario, creo que me ha perjudicado. Una de las formas en las que me perjudica es en mi percepción del mundo.
Recuerdo que en el instituto estudiamos historia de la filosofía, e hicimos un repaso de los principales pensadores de la historia con una introducción a la obra de cada uno. Por aquel entonces me encontraba intentando encontrarle un sentido a la vida, preguntándome quién era yo y qué hacía allí. Es esa época en la que todos nos consideramos inmortales, eternos, y la muerte se nos antoja un destino lejano que probablemente no llegue nunca. En ese momento la muerte quiso tocarnos de cerca, y mi primo murió en un accidente de tráfico. Recuerdo mi confusión y desconcierto en el velatorio, sin saber qué hacer o qué decir, y sobre todo recuerdo una conversación. Supongo que aquella conversación era una vía de escape de la cruda realidad, ni siquiera recuerdo su contenido exacto, pero en aquel momento me pareció trivial, mundana, irreverente, casi obscena en el momento en el que nos encontrábamos. Y escuchando esa conversación pensé: ¿es éste el sentido de la vida? ¿Recibir golpes hasta volvernos insensibles a la muerte de los seres queridos? ¿Perder tantas veces que la pérdida se convierte en algo cotidiano? Y en aquel momento en que mi inmortalidad se había quebrado de forma irremediable me negué a querer vivir así, me negué a querer acostumbrarme a la muerte, y me negué a endurecer mi alma hasta no llorar por la pérdida.
Perdido en la confusión intenté racionalizar la vida, y encontré el punto de partida en Descartes. Él, a partir de su “pienso, luego existo” intenta establecer una verdad irrefutable a partir de la cual derivar el resto del contenido de su filosofía. Su idea me pareció brillante: si conseguía establecer ese punto inicial, y razonar a partir de ahí, habría llegado a la verdad sobre cualquier pregunta que me pudiera plantear. Así que me propuse tomar como punto de partida el mismo que él, pienso luego existo. Pienso, luego he de ser algo, alguna entidad consciente de sí mismo que ha de tener una sustancia, ser real. Yo no puedo ser producto de mi imaginación. Desgraciadamente Descartes creía en un ser todopoderoso y benigno que no podía engañarle, por lo que la percepción de la realidad que le brindaban sus sentidos había de ser cierta, y de ahí derivaba la existencia del mundo exterior. Y desgraciadamente yo no creo en tal ser.
Llegados a este punto me pregunté: yo existo, pero ¿y el resto? ¿Y lo que percibo? ¿Puedo derivar la existencia de lo que me rodea a partir de mi percepción? La respuesta es un rotundo no:
- En primer lugar, nuestros sentidos nos pueden engañar, o ser defectuosos. Por ejemplo, centrémonos en las alucinaciones: percepciones de un individuo que no se corresponden con un estímulo externo, pero que son percibidas como reales. ¿Por qué las calificamos de irreales? Si hay 50 individuos en una sala, y 49 de ellos perciben una realidad y uno de ellos percibe otra, probablemente digamos que uno de ellos sufrió una alucinación. Pero, ¿y si sólo son dos? ¿Cómo pueden saber sin ayuda externa cuál de los dos estaba sufriendo la alucinación? Desde este punto de vista la realidad no es más que el consenso democrático de lo que la masa percibe de forma conjunta, y dicha realidad puede ser totalmente irreal si es la mayoría la que sufre una alucinación colectiva. Evidentemente este ejemplo es extremo, pero ilustra el argumento de que la realidad no es más que la interpretación de lo que nuestros sentidos perciben del exterior, y no podemos estar seguros de que esa percepción se corresponda con la esencia de la realidad verdadera.
- En segundo lugar, nuestros sentidos son incompletos. Nuestros sentidos no son más que el fruto de la evolución, de forma que están preparados para percibir aquello que nos puede ayudar a adaptarnos mejor al entorno. Y nada más. Por lo tanto, aún suponiendo que la realidad existe realmente, y que podemos percibirla, nuestra percepción de ella será incompleta y sesgada.
Podéis pensar que he visto demasiadas veces Matrix, pero llegué a estas conclusiones mucho antes de que se popularizara el término “realidad virtual”. ¿Quiere decir esto que pienso que no existís, que no existe nada de lo que puedo ver, oir o tocar? No, simplemente quiere decir que no tengo ninguna forma objetiva de constatar de forma fehaciente la existencia de lo que me rodea, y aunque hay una alta probabilidad de que lo que percibo exista, aunque exista sé que no puedo percibir su naturaleza íntima, su esencia última, su verdadera realidad.
Así que a partir de aquí todo el castillo se derrumba: estoy atrapado en una cárcel lógica, en una aseveración irrefutable que demuestra mi propia existencia, pero que no es capaz de discernir si lo que se encuentra al otro lado es real o invención; y aun siendo real, aun suponiendo que lo más probable sea que el resultado de mi percepción se corresponda con algo que también existe, mi percepción no es más que un pálido reflejo de lo que realmente existe.
Esta conclusión tiene corolarios escalofriantes. Y es que si no puedo percibir a las cosas tal como son, ¿qué ocurre con las personas? Nos hablamos, nos miramos, nos abrazamos, nos tocamos. Y paradójicamente, nuestra sensación de contacto, la sensación que da paso a los sentimientos más reconfortantes, se basa en la repulsión. Cuando tocamos a otra persona, cuando la acariciamos, cuando la abrazamos o la acunamos, las células de nuestra piel, las moléculas y los átomos que las componen, las nubes de electrones se repelen. Nunca nos tocamos, solo percibimos que nos tocamos porque la repulsión eléctrica deprime nuestra piel y actúa sobre los sensores del contacto, que informan a nuestro cerebro de que nos están tocando. No nos podemos tocar. Nunca. De ninguna manera. No realmente. Sólo percibimos que nos tocamos.
Y si sólo percibimos un pálido reflejo de la realidad, si realmente no puede existir nunca el contacto íntimo, la comunión real de dos seres pensantes y sensibles, si sólo podemos percibir a los otros de forma parcial y sesgada, la soledad aparece como una losa perenne e inmisericorde.
Y así llegué a responder mi primera pregunta: ¿Quién soy?
Soy un náufrago perdido y varado en una isla. Y esta isla es hermosa, es rica. Está llena de sentimientos, colores, palabras, lágrimas, risas, cosas maravillosas que he construido a lo largo de mi vida, y cosas increíbles que he encontrado al caminar. Y también hay rincones oscuros, a los que me da miedo ir, pero en los que acabo a veces cuando me pongo a caminar sin rumbo ni dirección. Alrededor de la isla hay una bruma espesa, que se levanta ligeramente en los días soleados, pero que impone su pegajosa y húmeda persistencia el resto del tiempo. Y a través de esa bruma me parece oir voces, ver otras islas, escuchar otros náufragos que también parecen perdidos y aislados, pero a los que apenas alcanzo a vislumbrar con nitidez. Ni siquiera puedo estar seguro de que realmente existan. Con algunos de ellos, los que están más cerca, he podido llegar a intercambiar una botella con un mensaje. Y a veces, incluso, he podido gritarles para describirles un trocito de mi isla. Pero no sé si llegan a escucharme. No sé si llegan a entender todo lo que hay aquí. Y no sé si llego a entender todo lo que ellos intentan explicarme, porque sus voces me llegan entrecortadas y distorsionadas por el espesor de la bruma y el susurro incesante del mar. Y sé que jamás podré llegar a tocarles, a percibirles en toda su magnificencia o miseria, a unirme a ellos para explorar su isla o enseñarles la mía.
Eso me produce una profunda tristeza, porque sé que estoy solo. Nací solo, viví solo, vivo solo, viviré solo, y moriré solo. Es la soledad del pensador, porque deriva de la racionalización de nuestra existencia. Es una soledad existencial, intrínseca a nuestra naturaleza de seres conscientes, a nuestra percepción parcial de lo que nos rodea y de las personas con las que compartimos nuestro periplo. Es una soledad paradójica, porque a veces, cuanta más gente te rodea, cuantas más islas hay a tu alrededor, más te das cuenta de que jamás tocarás íntimamente a nadie, de que jamás será posible una comunión total entre las esencias mismas de nuestro ser, de que jamás te podrás sentir uno con otro, de que nuestros sentidos no son más que un obstáculo imbécil y tozudo que se empeñan en distorsionar lo que el otro realmente es. Es una soledad irreductible.
Sin embargo, a pesar de eso, mantengo la esperanza. Y a veces, sólo a veces, he creído tocar la mano de otro náufrago alargando el brazo desde la orilla de mi isla.