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La desconcertante recapitulación nihilista

Así, después de preguntarme quién soy y de dónde vengo, me enfrenté al vértigo de mis conclusiones nihilistas. Me di cuenta de que desde el punto de vista de la razón pura, o al menos de la razón más pura que mi deficiente intelecto es capaz, había llegado a la nada de varias formas:

  • Por un lado había llegado al nihilismo epistemiológico: la imposibilidad de la percepción de la esencia misma de la realidad de una forma objetiva e indeformada niega cualquier posibilidad de conocimiento. El único conocimiento a nuestro alcance es el derivado de la realidad percibida, que no es más que un pálido esbozo que apenas se alcanza a vislumbrar distorsionado entre la niebla de nuestros sentidos. Si pensáis que es exagerado dudar de la realidad que percibimos, o llegar a pensar que lo que admitimos como real puede no existir, os recomiendo que echéis un vistazo a la lista de sesgos cognitivos documentados. Estos sesgos son las formas que tiene nuestro cerebro primitivo de recordarnos que somos el fruto de una evolución salvaje, en la que la percepción objetiva de la realidad juega un papel ya no secundario sino terciario ante el instinto de supervivencia.
  • Por otro lado había llegado al que por el momento parecía el peor de todos los nihilismos, el nihilismo existencial, la certeza de que nuestra existencia no tiene un valor o sentido intrínseco. No somos más que el resultado casual de millones de años de evolución. Somos el eslabón final de una cadena interminable de casualidades sin razón primera. No somos más que el perfecto resultado azaroso de un equilibrio natural forjado a lo largo de interminables milenios de nula causalidad. Somos prescindibles, como individuos y como especie, ya que si desaparecemos, la vida por definición prevalecerá, por mucho que nos hayamos aplicado en destruirla.

Así que, ¿qué principios debían regir mi vida, si quería seguir adelante con ella? ¿Qué acciones debía considerar como las correctas? Me fijé en la moral, en la percepción maniqueísta del bien y el mal por la que se rige la sociedad, y sobre todo en la regla de oro, el principio presente en la inmensa mayoría de culturas según el cual no has de hacer a los demás lo que no quieras que te hagan a ti. ¿De dónde surgen los conceptos del bien y el mal? ¿Son innatos o son impuestos por la educación y la sociedad?

En aquel momento mi intuición me decía que al igual que muchos otros comportamientos, la distinción entre el bien y el mal no era más que el fruto de la evolución y selección natural. Las acciones que percibimos como buenas son acciones que debieron contribuir a nuestra supervivencia, que eran apreciadas por el grupo y que garantizaban nuestra continuidad. Sin embargo las acciones malas son aquellas que son percibidas como una amenaza a nuestra supervivencia o a la supervivencia del grupo. Así, con este enfoque, la peor de las acciones sería la supresión directa de la vida, mientras que las mejores acciones normalmente son aquellas que ayudan a cohesionar el grupo y a hacerlo más fuerte. Esta intuición ha sido respaldada recientemente por modelos matemáticos que demuestran la ventaja evolutiva de ser bueno.

Pero, si los conceptos del bien y el mal no son más que el fruto causal de la evolución natural, y anteriormente había establecido la vacuidad de la existencia, ¿hay alguna forma objetiva de establecer la diferencia entre bien y mal? La conclusión lógica es que no, y así llegamos a la nada definitiva:

  • No existen el bien o el mal, sólo existen acciones que facilitan o entorpecen la supervivencia del individuo o la especie. Desde el momento en que establecemos el nihilismo existencial, es decir, que la existencia carece de sentido, cualquier acción encaminada a preservarla o destruirla queda desprovista de su sentido, y llegamos al nihilismo moral: no existe nada inherentemente bueno o malo, la moralidad no es más que una invención humana fruto de la evolución.

Y aquí estoy, mirando al frente, hacia la oscuridad, hacia el vacío epistemiológico, existencial y moral, hacia el desconcierto absoluto por la ausencia total de guía. Y si la razón me lleva al vacío perfecto, ¿qué me queda?