Hubo un tiempo en que pensé que todos estábamos indefectiblemente rotos, y esa idea me entristeció.
Sin embargo, algún tiempo después, me di cuenta de que quizás no era tan malo rompernos. Lo que podía ser malo era no saber qué hacer con nuestros pedazos rotos.
Y es que da igual por qué te hayas roto. Quizás ya venías roto de fábrica. Quizás la única forma en la que habías aprendido a vivir era viviendo roto. O quizás, y esto pasa muchas veces, habíamos permitido que otros nos rompieran. La cuestión, al fin y al cabo, es que te encuentras allí, perdido, con tus trozos desparramados en el suelo ante ti, sin saber qué hacer.
Y aquí es donde marcamos la diferencia.
Hay personas que ni siquiera son conscientes de estar pisoteando sus propios pedazos con sus pies desnudos, pero aun así sus pies sangran, y vomitan a su alrededor el dolor que les producen todas las heridas sin ni siquiera darse cuenta.
Hay otras personas a las que la visión de esos pedazos les horroriza. Y entonces prefieren mirar hacia otro lado. Prefieren echar la culpa a los demás, que son los que han provocado ese caos, los que han esparcido a sus pies los trozos rotos de su alma. Mientras tanto intentan rodear de puntillas los trozos, quizás dejarlos atrás, sin saber que lo único que dejan atrás así es a ellos mismos.
Y hay otras.
Hay otras personas que miran los trozos, quizás temerosos o confusos en un primer momento, pero resueltos al fin y al cabo. Esas personas saben que aunque quizás hubo otro que bajara el martillo, ellas son las únicas responsables de resolver el puzle que se despliega ante ellas. Y laboriosas, comienzan a recoger los trozos, a reordenarlos, a construirse de nuevo en una versión infinitamente más bella y serena de lo que una vez fueron. Y aunque siguen siendo las mismas personas, ya nunca serán iguales, porque ahora solo pueden ser mejores.
Esas personas son las más bellas que jamás puedas encontrar, pues no hay belleza más profunda y perfecta que el carácter de sus cicatrices.